domingo, 17 de julio de 2011

Bichos (Sesenta mil satanases, 71)

Teman, amigos, a los bichos. Teman a los invertebrados que nos rodean por todas partes, en tamaños desde lo microscópico del ácaro a lo tremebundo de algunos tábanos. Son tan alienígenas a nuestros ojos que es imposible sentir empatía por ellos. A fin de cuentas, un perro, un burro, hasta un pájaro o un pez tienen órganos, miembros, actitudes que podemos reconocer. Pero un insecto…

Vistos de cerca, hasta la más bella mariposa causa desconcierto, cuando no repulsión. Cuerpos peludos, quitinosos, espinosos, anillados, rellenos de ocres líquidos viscosos, cargados de patas, alas, antenas, mandíbulas, ojos compuestos, aguijones. No hablan, no cantan, sólo hacen ruidos molestos. Mutan, se metaformosean en otra cosa. Seres que aparecen en casa sin ser invitados, como un primo segundo en Feria, que se regodean en nuestra inmundicia, en nuestros restos y despojos, y nos sacan por ello los colores, como ese mismo primo.

En el día a día apenas reparamos en su presencia, en su constante pulular a nuestro alrededor, y los dejamos ir porque, aunque nos superen en número -¿por qué habrá tantismos?-, nosotros lo hacemos con creces en volumen. A ojos de una mosca somos dioses, titanes que hollamos la tierra y el aire, mientras ella vuela en círculos sobre nosotros como un ejército de comanches. Para las hormigas debemos ser tan inescrutables, poderosos y crueles como el Jehova del Antiguo Testamento. Basta un movimiento del pie para provocar un holocausto en la boca de un hormiguero.

Sin embargo, cuando somos niños, cuando estamos más cerca del suelo y comprendemos lo que se siente al vivir casi ignorados en un mundo hecho por y para gigantes, es cuando más sintonía tenemos con los bichos, y más miedo nos dan. No es sino el miedo lo que nos saca el lado malo, la crueldad infantil, y nos empuja a atacar primero, a arrancarle las alas a las moscas y las antenas a las hormigas. Ahí devolvemos todo el horror de los mosquitos nocturnos que silban en nuestros oídos por la noche, la araña que recorre nuestro cuarto, el temible paso del cortachuchas, y la siempre odiaba avispa, que monta guardia en las fuentes y en los bordes de las piscinas cuando más necesidad de agua tenemos.

Cuando ruge la marabunta jugaba con esos sentimientos, con esas hormigas carnívoras que lo devoran todo, hasta la historia de amor, y le recorren a uno el cuerpo mientras ve la película. Porque Hollywood siempre ha sido muy sensible a las fobias humanas. De hecho, los americanos tienen tanto miedo a las plagas de abejas asesinas que hasta han dado en generar un subgénero propio dentro del cine catastrofista, con títulos donde destaca la palabra Killer (Killer Bees, Killer Buzz, Killer Swarm…). Pero sin duda, son las cintas de ciencia-ficción, de serie B, las que mejor han captado nuestra verdadera visión de los bichos, y es que cuando los insectos crecen, nos matan y nos comen. Da igual la imposibilidad física de la premisa de una araña gigante, o de un saltamontes del espacio, el bicho monstruoso se sostiene a sí mismo, se mueve y nos ataca. El aplastado se torna aplastador. Nos mira, ahora que puede, de igual a igual en altura, desafiante. Y el miedo nos paraliza, o nos hace gritar hasta enronquecer. Si una oruga per se es repugnante, qué no será una tan grande como un autobús. O una cucaracha americana, que además vuela y resistiría –decían- un holocausto nuclear. En La humanidad en peligro eran hormigas radioactivas gigantes las que atacaban a las personas, con saña, con frialdad, como armas perfectas cual terminators –o más bien más humanas que los humanos-, en su avance implacable. Quién es el dios ahora, parece decir la que atraviesa con su mandíbula a uno de los soldados…

Porque sólo faltaría descubrir que podemos comunicarnos con los bichos, como plantea Bernard Werber en su novela titulada, claro, Las hormigas. Nunca soportaríamos los reproches de estas especies, jamás podríamos atender sus demandas, sus derechos, sus reivindicaciones y, sobre todo, compensarles por siglos de daños causados. Ni siquiera podríamos existir con ese cargo de conciencia. Mejor que los insectos se queden como el resto de seres vivos, calladitos, y nos dejen gobernar el planeta en paz.

Pero haríamos bien en temerles, por lo que pudiera pasar. Quien sabe si el nieto de ese mosquito que fulminaste la otra tarde con Raid acudirá en un futuro a tu casa para cobrarse venganza. A ver cómo se lo explicas.

El Pueblo de Albacete, 17 de julio de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Reto Fanzine 2023

 Bueno, pues parecía que no pero al final sí, así que... Queda convocada la 19 edición de nuestro Reto Fanzine para el VIERNES 29 de diciemb...