martes, 1 de febrero de 2011

Albacete, por las patas abajo (Sesenta mil satanases, 48)

Ignoro si las facultades de Medicina tienen algún estudio al respecto, pero desde luego, al pobre nivel estadístico del boca a boca, o sea, gente que me lo ha contado, la incidencia de la mal llamada gripe intestinal en Albacete parece muy alta. Como no soy médico, sino un mero observador del entorno, no sabría a qué achacar la excesiva incidencia de cagaleras en nuestra bacheada ciudad, aunque quienes la padecen no dudan en señalar al agua del grifo como principal fuente de sus retortijones.

La gastroenteritis vírica cabalga como el quinto jinete del Apocalipsis por nuestras calles, tocando sin discriminación a toda clase de vecinos, que se ven condenados a los escalofríos y a agarrarse al lavabo mientras aposentan el culo en la inhóspita porcelana. Debe de haber un factor común, puesto que, como una epidemia de la que sólo se hablase en voz baja, por aquello de que no es agradable tratar el tema de las evacuaciones -y menos cuando son líquidas-, este mal de tripas se propaga como la pólvora en cuestión de días, un par de semanas al año. Familias enteras se turnan en el váter, intoxicados por vaya usted a saber qué virus, mientras saltan chispas del ojete, corre el papel higiénico y las cisternas no dan a basto.

Son tres, cuatro días como mucho, lo que suele tardar el cuerpo humano albaceteño en sobreponerse al ataque intestinal y recobrar las fuerzas. Setenta y tantas horas de flojera de piernas, tragar suero fisiológico, manta y televisión, donde el culo se convierte en tu peor enemigo. No nos gustan las enfermedades internas, aquellas en las que no vemos el prurito, el cardenal, porque el interior del cuerpo humano se nos sigue antojando inhóspito y desconocido. Acudir al médico en estos casos tampoco nos solucionará nada, puesto que no hay medicina que pueda combatir al virus.

Virus. ¿No odian a su médico cada vez que éste les dice que lo que tienen es un virus? Porque lo dice a ojo, como si pudiera vérselo danzando en las pupilas. Eso es un virus, señala el House de su centro de salud, y no se puede hacer nada. Rotavirus, adenovirus, calicivirus, astrovirus, virus de Norwalk... da lo mismo, porque a todos se les trata por igual: reposo y Acuarius, un remedio propio de curanderos del siglo IX en plena era de la genética.

El vulgo suele achacar sus diarreas febriles a la mala calidad del agua, si bien es cierto que de estas gripes de abajo no se salva ni quien la toma embotellada, que en Albacete son muchos, por cierto. Estigmatizada por gastroenteritis pasadas, es el agua que nos ha de salvar la que se convierte en objeto de nuestras iras y maldiciones y, así, cerramos el grifo y nos compramos la jarra con filtro del Arguiñano, o en garrafas gigantes de cinco litros, creyendo en vano estar a salvo de la diarrea vírica. Aunque bien pudiera ser algo que está en el aire y que, cuando bajamos la guardia, se decide a atacar. Que los virus son muy listos, ya lo veíamos en Érase una vez la vida, pero en la vida real no hay actimeles ni chorras en vinagre que puedan defendernos.

Según leo en esas sabias páginas médicas de internet, que tanta paranoia han añadido a nuestros dolores cotidianos, los virus gastroenteríticos son -el matiz es importante- transmitidos al compartir alimentos, agua o utensilios para comer con personas previamente infectadas, y por supuesto, al consumir alimentos o agua contaminada. Se puede ver que hay razones para creer en el dedo acusador del albaceteño que mea por detrás.. Si así fuera, quién sabe si la dichosa planta de osmosis esa acabará de una vez con esta plaga. O eso, o hay un bioterrorista de baja intensidad que se divierte a costa de nuestras tripas.

Cuando, cada veinte minutos, se está en cuclillas y soltando lastre entre sudores fríos, lo que menos piensa uno es en buscar el lado bueno a su desgracia, pero lo hay. Quizás no el día crítico del ataque agudo, ahí bastante tenemos con llegar y tener papel, pero en lo que dura la recuperación se está en familia, recibiendo mimos, y sin trabajar. Se come sano -y hasta se adelgaza algo-. Se ven esas películas y series que tenemos grabadas y un tanto olvidadas. Se da uno cuenta del valor de los pequeños placeres cotidianos... Y nos hace más humildes, o debería, al sentirnos derrotados, al borde de la muerte -y no exagero un ápice-, por la más sucia de nuestras funciones corporales. Es ahí, estando atrapado en la catástrofe intestinal, cuando realmente apreciamos el verdadero sentido de la expresión amorosa y castiza, tan sabia y tan grosera, que dice que "te quiero más que a un buen cagar".



El Pueblo de Albacete, 6 de febrero de 2011

1 comentario:

  1. ¡Pues no dice la abuela que se lo contagio yo a los chiquillos porque no dejo de darles besos y rechupetearlos!

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