viernes, 17 de diciembre de 2010

Si preguntan por mí, no estoy (Sesenta mil satanases, 43)

En el principio, no había teléfonos móviles. Si alguien quería localizarte, debía personarse en tu casa o llamar a casa (al fijo, que decimos ahora) y si estabas, lo cogía tu madre y te ponías o no. Cuando a los aparatos les pusieron la pantallica con el identificador de llamada, a más de uno nos ahorraron el trago de descolgar, puesto que podías decidir previamente si te interesaba o no hablar con quien te llamaba. Ni qué decir tiene que fue entonces cuando surgió esa sana costumbre de nunca coger el teléfono cuando quien llama lo hace con número oculto (o es un número raro).
Aunque por aquel entonces todos renegábamos de los móviles, un aparatejo que nos parecía de snobs, un sacacuartos inútil, al final todos pasamos por el aro y acabamos con uno en el bolsillo. Parece mentira, pero entonces los usábamos con timidez, y hasta pedíamos disculpas cuando su tono midi nos interrumpía una conversación. Fue en ese momento cuando empezamos a poner nuestra libertad en sus cibernéticas manos, puesto que ahora sí que estábamos en permanente conexión con el mundo, perfectamente localizables y disponibles las veinticuatro horas del día. O al menos eso deducen muchos de quienes nos llaman, ya sean familiares, amigos, del trabajo o los comerciales de las propias compañías telefónicas.
Está claro que cada uno usa el móvil como quiere. Los hay que lo emplean como radio, y usan sus potentes altavoces para compartir con el resto del mundo sus alegres tonadillas favoritas, cosa que no siempre es de agradecer. Otros lo utilizan como consola de videojuegos, y no es raro verlos matar el rato en las salas de espera del médico, en las colas de la hamburguesería, en los tanatorios o en el váter. De igual forma, hay quien navega con ellos por internet; lo manejan como cámara de fotos, como GPS, como linterna y cascanueces. Como teléfono, propiamente dicho, hay dos formas de uso y disfrute: a) de imaginaria o b) como un fijo.
A poco que se pregunte, se verá que la forma más extendida es la primera, es decir, la gente lo lleva siempre conectado, como si el botón de encendido/apagado no existiera, y el único momento en la vida del aparato en que pasa a off es cuando se le agota la batería. Ese ansia por no perderse ni una llamada, que acaba por convertirse en un estado de vigila constante, obedece tal vez a cierto miedo a la incomunicación, al aislamiento, a la soledad en medio de la marea humana y urbana. Como si fueran neurocirujanos de guardia, quienes llevan así el móvil están voluntariamente disponibles para todos y todo, y lo que es peor, asumen que todos los demás hacemos lo mismo. Amigos, lo siento, pero la supervivencia de la especie humana nunca dependerá de que cojáis el teléfono a las cuatro de la mañana. Seamos serios, los únicos que llaman a horas intempestivas son los amigos borrachos, desconocidos borrachos que no atinan a marcar, o comerciales sin respeto por el descanso ajeno y posiblemente ebrios.
¿Y si se trata de algo urgente qué?, arguyen éstos cuando les explico que yo apago el teléfono cuando duermo. Bueno, si se trata de algo verdaderamente urgente, estoy seguro de que quien pretende localizarme encontrará la forma de hacerme llegar el mensaje. Además, las malas noticias siempre pueden esperar unas horas.
Dicho esto, y para que conste, como usuario de un móvil, tengo claros dos derechos inalienables: si no quiero responder no respondo; y si no quiero devolver la llamada no la devuelvo. Sí, tengo tu llamada perdida, y hasta un mensaje, pero no es obligatorio -no, no lo es- ni que descuelgue cada vez que me llamen, porque no puedo o porque no quiero, y tampoco tengo que devolverte la llamada ni no me has localizado antes, porque a lo mejor no me apetece hablar contigo en ese momento. No es de mala educación, como esgrimen algunos, sino por salud mental. Y el mismo principio se aplica a los mensajes de móvil. Insúltame si quieres, o peor aún, interprétalo como una falta de educación, pero no es así. Es una defensa a tu intromisión en mi vida, en mi intimidad. Tengo derecho a negarme a hablar contigo. Y no, no me vale con silenciarlo, porque al darte tono volverás a intentarlo hasta que lo coja. Por la misma razón, rechazo el buzón de voz.
Parece una gilipollez, pero en estos tiempos de conexión total, ya sea a través de redes 3G, fibra óptica, satélites, wifi, bluetooth y demás, apagar el móvil por unas horas parece un comportamiento antisocial. Al final va a resultar que soy un anarquista...

El Pueblo de Albacete, 2 de enero de 2011

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