viernes, 10 de septiembre de 2010

El estigma gafancio (Sesenta mil satanases, 28)

Soy un cegato. Por cuestiones de genética, castigo divino o mala suerte, el caso es que tengo un buen puñado de dioptrías en cada ojo, que nunca han dejado de crecer. Incluyo la posibilidad del castigo de Dios entre las posibles causas porque fue justo después de hacer la Primera Comunión cuando empecé a perder vista, lo cual me lleva a pensar que quizás debí hacer algo mal aquel día.
Las gafas siempre han sido una inagotable fuente de anécdotas para mí, la mayoría de ellas vergonzantes, por lo que no me centraré en ellas hoy, sino en su efecto sobre los demás. Y es que asombra la influencia que tan insignificante adminículo ejerce, no ya en uno mismo, sino en la gente, más que los tatuajes, los piercings o la vestimenta. Cualquiera que haya llevado gafas (de ver) en algún momento de su vida comprende los fundamentos de la transformación de Superman/Clark Kent: no es el traje, ni la capa, sino las gafas las que obran la metamorfosis. Así, las lentes en un rostro tienen un efecto, casi sobrenatural, de dotar al que las porta de una nueva personalidad, casi siempre, en inferioridad de condiciones respecto al resto del género humano. Por su culpa, debemos enfrentarnos toda la vida a toda una serie de prejuicios que se empeñan en considerarnos como parias, una subespecie digna de mofa. Las gafas nos convierten en los hobbits de la sociedad moderna.
Su efecto traumático se siente especialmente en la adolescencia. Piensa que los tipos guapos que les gustan a ellas no llevan gafas. Tus héroes de acción tampoco. Con gafas de ver no puedes ponerte gafas de sol, que son las que molan, a menos que te las gradúen, y entonces pierden su atractivo. Puede que a Woody Allen le haya salido bien, pero a ti no. Estás perdido, macho. Eres un pringado.
Para empezar, las gafas te apartan del deporte. Un balonazo o un codazo en la cara, seguido de un corto vuelo y un estrepitoso aterrizaje que se salda con un cristal, o el puente roto, te dejan ipso facto incapacitado para la práctica deportiva. Los únicos que gritan tu nombre son tus padres cuando les llevas la montura y los vidrios por separado; los únicos aplausos que recibes son en la cara. Siendo como es el ejercicio físico la forma más primitiva de interrelación de la humanidad, verse relegado a la grada, amén de llenarte de frustración, te empuja inconscientemente hacia otras labores de interior. Y no hablo precisamente de estudiar, que la creencia de que uno es listo por llevar gafas es falsa. No hay magia en ellas, ni te dan un punto más en los exámenes, sin embargo, aunque te hayan caído siete, tienes cara de empollón y te ganarás unas collejas por eso.
Las gafas también te apartan de las chicas. Supongo que por razones antropológicas, las mujeres más atractivas, lo que viene siendo una tía buena, que es en las primeras que nos fijamos, no se sienten atraídas por los varones con gafas, salvo que estas sean de sol y muy caras. No puedes entrarle a una diosa del sexo si llevas gafas porque es como si llevases un “La tengo diminuta” pintado en la frente. Si, en cambio, lo que portas son unas Ray-Ban último modelo, y da lo mismo que sea de noche y estés en una discoteca, lo que dice tu cara es “La tengo diminuta, pero puedo comprarte lo que quieras”. Ya se sabe que no hay mejor afrodisiaco que los billetes de 500 euros.
Para el sexo masculino, que sean ellas las que llevan gafas jamás ha sido un problema, porque en lo que nos fijamos queda bastante por debajo de la cara. Por cuestiones antropológicas, recuerden. De todas formas, y por si les sirve de consejo para ligar, les desmontaré la leyenda de que las chicas que se atreven con las gafas son más accesibles por carencias de autoestima. No, es que no ven bien sin ellas.
En cambio, las gafas atraen a los imbéciles. Nunca me han faltado dos idiotas que, al pasar cerca, me griten un “cuatroojos”, “gafas” o “lupas” porque sí. Siempre he creído que mentar las gafas como insulto es absurdo; es como si yo le dijese a uno de estos oligofrénicos “zapatillas” o “chándal”. En todo caso, me ofendería más un “miope” o “cegato”, que a fin de cuentas sí atañe a una deficiencia, que resaltar lo que la corrige. Provoca escalofríos comprobar, cual experimento, cómo al llevar lentillas deja de percibirse esa hostilidad por parte de los machitos alfa de los parques. Casi puede uno aproximarse a ellos y a sus pitbulls y osar pedirles un cigarro como uno más.
Aparte de la presunción de intelectualidad, reforzada hoy en día si encima la montura es de pasta, las gafas no aportan nada bueno a su portador. Y que conste que no creo que ser considerado un intelectual sea algo positivo. Si acaso, y uno no sucumbe a la tentación de las lentillas o la cirugía ocular para volver al seno de la masa, te vuelves más duro. Más fuerte. Y un poco más friki de lo norma

El Pueblo de Albacete, 12 de septiembre de 2010

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