viernes, 18 de junio de 2010

Borges y la Feria de Albacete (Sesenta mil satanases 17)

Es bien conocido que Jorge Luis Borges visitó España en numerosas ocasiones, sobre todo a partir de 1960, a pesar de su controvertida opinión general sobre nuestro país —lo que algunos autores llaman “vocación antihispanófila”—. El Nobel conocía Barcelona, Mallorca, Sevilla y Madrid, y aunque se sabe que de los españoles tenía pocas cosas buenas que decir, y que era más anglófilo que hispanista, no podía dejar de sentir devoción por Cervantes, Góngora, o Quevedo. Por esto mismo, Borges, el hombre-paradoja, no podía evitar una vez tras otra, venir a la piel de toro pletórico de ilusión para regresar a Buenos Aires escaldado y renegando de nuestro barbarismo.
En España las opiniones de Borges nos han dado siempre igual, se le quiere y se le festeja como a uno de los nuestros, o mucho mejor incluso. Fue en 1977, en una visita de carácter privado a Madrid cuando Borges, a quien no le gustaba especialmente la comida y le aburría la música, mostró su admiración e interés por la Feria de Albacete. Al parecer, un joven poeta albaceteño con quien mantenía una cierta relación epistolar —y de cuya identidad todavía existen ciertas dudas, al firmar siempre las cartas con el pseudónimo de El Caballero del Verde Gabán—, había despertado, con sus encendidas misivas, la imaginación del maestro, y sin duda, fue la docta mano de este mismo poeta la que acabaría por guiarlo, como Virgilio a Dante, por los círculos del recinto, mientras le explicaba las peculiaridades de nuestra fiesta.
Por encima de otros lugares más emblemáticos de la ciudad, como la Posada del Rosario, el parque de Abelardo Sánchez o el Pasaje de Gabriel Lodares, un Borges casi ciego pero con toda su sensibilidad puesta al servicio de sus otros sentidos, se empeñó en ir a la Feria. Un año antes había estado en Andalucía, en Granada, tras la pista de las raíces árabes del castellano, recorriendo hacia atrás el río que había desembocado en su ser. Pero nada tiene que ver el recinto ferial con la Alhambra, o al menos a nosotros nos lo parece, sin embargo, el maestro vino y parece que dio con lo que fuera que andaba buscando. Sostenía el poeta la hipótesis de que la zona del recinto ferial concentra toda clase de energías psíquicas, telúricas y geomagnéticas que parecen liberarse en esas fechas. Un lugar, como un templo pagano, que posee vida propia, con poder e influencia sobre su entorno. ¿Acaso los anillos concéntricos del recinto no recordaban a los cercos de menhires, o a los círculos que trazaban en el suelo los hechiceros haitianos en su ritos, o a los corros que hacen los espiritistas para comunicarse con los muertos, o a las misteriosas señales de los campos de trigo que estaban apareciendo en Estados Unidos? ¿Por qué no?
Fuera por esta, u otras razones más íntimas, lo cierto es que la ciudad es ignorada por Jorge Luis Borges; si acaso, se muestra interesado cuando se le refiere la historia del demolido Alto la Villa. Él quiere Feria, no le basta con conocer su conflictiva retahíla de disputas entre lo religioso y lo civil, las reformas de su estructura pragmática y manchega, las descripciones de las actividades que allí se realizan durante diez días; Borges quiere ir, pisarla, saborearla, en resumen, como decíamos antes, sentirla. Y el maestro, acompañado de su inseparable Maria Kodama, y nuestro paisano poeta, va.
Como un albaceteño más, Borges recorrió el paseo, jugó a la tómbola, comió un poco de chorizo y morcilla, y hasta probó un trago de vino de una bota que le ofreciera un vecino de Mahora. No fue a los toros ni montó en la noria porque no demostró mucho interés en semejantes actividades, pero desde luego, aguantó el tipo hasta que los fríos nocturnos desaconsejaron permanecer más tiempo al raso y les obligaron a regresar al hotel.
Como testimonio de aquella visita, nos ha quedado este poema, probablemente inacabado, incluido en la antología: La vuelta a Borges en Ochenta Españas.


FERIA

En el polvo y la tierra
En la encrucijada de pueblos,
de culturas, de gentes,
montañeses del llano,
gitanos enraizados en el secarral,
se alza gris la ciudad del raso,
Al-basit la seca, la plana,
posada de caminantes,
oasis de luctuosos quereres,
forjada a golpes y a fuego,
por los que pasaron
y los que se quedaron
adoptando la Feria
como sol propio.

Feria, ferial, casa de todos,
laberinto de altas bajezas,
burdel encalado en honor
de una virgen parida en la tierra
y desposada con Dionisos.
Feria, carnaval de otoño,
donde el gentío se pierde
en sus circunferencias,
sin inicio ni destino,
por las que corre la sangre de la vid,
y la fruta de los gorrinos,
y los Asteriones de fuego en la madrugada.

PD. Como habrán imaginado, esta historia no es más que pura ficción.


El Pueblo de Albacete, 20 de junio de 2010
Barcacola 2007

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