jueves, 15 de abril de 2010

Comuniones en crisis (Sesenta mil satanases 08)

Mediado ya el mes de abril, con esas lluvias mil acompañándonos de nuevo, sigo sin ver remontar la economía y el reflote de la crisis al nivel más cercano. Es posible que los grandes magnates y los bancos hayan visto sus arcas reflotadas con las inyecciones de dinero estatal, pero los tontos de a pie seguimos con las cuentas bajo mínimos, sino directamente en números tomateros. Por eso mismo sorprende conocer que los españoles han decidido “aplazar” una de cada tres comuniones. Sorprende porque nosotros, para esto de las celebraciones, siempre hemos tenido dinero (el gasto medio por familia se estima en 3.600 leuros). Muy grave ha de estar la cosa para que unos padres renuncien al banquete —supongo que la ceremonia religiosa sí la celebrarán, aunque sea con el chiquillo en chándal—, con lo que nos gusta estirar el cuello ante familiares, amigos y compañeros. Tras las bodas, la segunda muestra de poderío familiar siempre han sido las comuniones. Es posible que no haya una ceremonia religiosa más denostada por los propios participantes que éstas, ya que el principal protagonista, el menor, salvo que provenga de una familia católica muy practicante, por mucha catequesis que le hayan metido en la cabeza, no entiende muy bien de qué va la película y, lo más probable es que no vuelva por la iglesia hasta que se case o se muera un pariente.
Un niño vestido como para cantar In the Navy con propiedad, y una niña disfrazada de novia virginal, además de muy caro, resulta, si lo consideran en frío, ridículo. No entiendo cómo la misma Iglesia no se opone a una extraña tradición de orígenes desconocidos, aunque las teorías que he visto son a cual más absurda, que convierte su principal rito de iniciación en una bufonada. Del mismo modo que critican la comercialidad de las Navidades o las escapadas playeras en Semana Santa podían defender la pureza de la eucaristía.
Pero dejando a un lado los carísimos ropajes de muñeco, que no vienen solos, sino conjuntados con los trajes nuevos de toda la familia —salvo, quizá, el del hermano pequeño—, lo importante aquí siempre ha sido lo de después: el banquete.
Y es que hasta comuniones civiles he visto yo, qué se creen, pero si bien prescinden de hostias y misas, y las trasmutan por su correspondiente alternativa giliflautezca, los langostinos no los toca ni dios. Éste es el verdadero sacrificio de un núcleo familiar español. Reunir a propios y extraños alrededor de unas cincuenta mesas y vacilar de “mirad qué menú os he conseguido”. Desde los entrantes diminutos de espuma de chipirón al más castizo plato de jamón y queso. Que no falten gambas, langostinos, cigalas, cocidos, o a la plancha. Recuerda que pelarle una gamba a tu suegra es apuntarte un tanto, amigo. Si son dos ya es peloteo descarado y conseguirás el efecto contrario. Conversar con los amigos, reñir con los cuñados. Beber, pasar, tirar el vino. Luego las chuletas, la pierna de cordero o la paella –de bogavante, faltaría más—. Más vino. Y así hasta el sorbete de limón, los cafés, los puros —en la calle, que ya no se puede fumar dentro del restaurante—, los cubatas y la pachanga.
¿Y el chiquillo? Pues en la mesa de los críos, poniéndose medallas de salsa en la chaqueta y en la camisa, de pelea con sus primos y guarreando con los refrescos, a la espera de que le den los regalos —recibir el cuerpo de Cristo mola, peor mola más recibir una Nintendo DS— para luego salir a la calle a terminar de ponerse el traje como el palo de un gallinero.
Una dura jornada que siempre arroja un saldo negativo en las cartillas de ahorros, pero que dejaba en los progenitores el consuelo de haber quedado como marqueses ante el colega de oficina, el primo valenciano y el amigo del BMW. “¿Has visto la cara de Antonio cuando le han plantado en tos los morros la segunda fuente de langostinos tigre?”, he escuchado alguna vez al padre, de camino al coche, mientras se enjuaga las lágrimas de satisfacción con la corbata. Por su hijo, y su status, lo que haga falta. Además, el recuerdo del sabor de ese marisco siempre será un grato recuerdo en la cola del Cotolengo.
A lo mejor, sí que de esto de la crisis sacamos algo bueno.

El Pueblo de Albacete (18-04-2010).

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P.D.: El Sesenta mil satanases 07 fue éste.

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