martes, 3 de noviembre de 2009

La paja en la ducha


La paja en la ducha. El acto supremo de la soledad masculina. No hay nada más triste, pero a la vez hermoso —esa extraña hermosura de lo patético— que un varón masturbándose completamente desnudo, empapado, rodeado de vaharadas de vapor, de restos de espuma, en una bañera o en un plato de ducha. Todos hemos caído ahí alguna vez, es inútil negarlo. Una paja en la ducha es puro desahogo, no hay erotismo, vicio, romanticismo en ello. Es un llanto violento, casi un castigo, que purga el cuerpo y el alma. Un hombre no acude bajo la alcachofa de la ducha con la idea de cascársela, sino que el impulso surge de pronto, como un arrebato místico, una fiebre que hay que purgar de inmediato y que no calma el agua fría.
Quizá haya que detenerse en observar en derredor para llegar a comprender las causas de todo esto. La desnudez masculina no es algo esencialmente bello; un hombre se encuentra extraño sin ropa y, salvo excepciones, por lo general sólo se queda en cueros para ducharse o follar, de ahí que en nuestra psique haya cierta relación inconsciente entre ambos actos. Luego está el cuarto de baño, santuario masturbatorio por excelencia. Ir al váter y pajearse se convierten en sinónimos en ciertas fases de nuestra vida, que unos superan y otros no. La furtiva manola adolescente en el, por lo general, único cuarto de la casa que tiene pestillo estaba lleno de peligro, de morbo… Podían pillarte tus padres, podían salirte granos, podía verte Dios… El chute de adrenalina no ayudaba precisamente a bajar los ánimos, si acaso, a acabar cuanto antes.
Insistimos en el tema del váter como sancta sanctórum eyaculatorio por excelencia; sí, ese pestillo antes mencionado aportaba seguridad, una frontera entre ellos y tú, entre el mundo real y tu momento de fantasía erótica, pero no era lo único. Allí tenías papel, agua y jabón para borrar tus huellas y tu vergüenza, tirarlas por el retrete y salir limpio y sin mácula, como recién confesado. Digno hijo de tu madre. Hay más, el váter, como la cocina, no tiene gotelé en las paredes, sino fríos azulejos y hasta un suelo distinto, como si en verdad no perteneciera a la casa y sin embargo sí a todos sus habitantes. Un lugar comunal, pero a la vez la quintaesencia de la privacidad. Un váter está lleno de artefactos extraños, de potingues absurdos, de ropajes curiosos, de olores confusos, de restos ajenos, todo ello muestra el lado oscuro e íntimo de los demás, como una ojeada a lo más recóndito de sus almas, de sus miserias, juntas pero jamás revueltas, que en cierto modo exaltan ese lado voyeur que todos compartimos.
Queda establecido pues, en nuestra adolescencia, el poder porno-eyaculatorio del váter. Luego llega el Sexo en el váter, cómo no. Un paso hacia delante en la evolución sexual del hombre, injustamente menospreciada. ¿Queréis una prueba de amor de verdad, chicas? Si un hombre os abre la puerta de su váter para follar, en realidad os está abriendo la puerta de su corazón. Sólo quien se ama a sí mismo puede amar a los demás. Y así, os abre los sagrados portones de su templo pajero, pues allá donde tantas veces vertió su semilla de forma estéril, ahora está dispuesto a compartirla. Es una comunión de almas.
Por eso la paja en la ducha está cargada de melancolía. ¿La clave está en el agua? El fragor del chorro acalla los gemidos. La presión del líquido acaricia y golpea la piel. La temperatura dilata y contrae. Al final, uno no es más que un ser reducido a la mínima expresión, pura sensibilidad, y se deja llevar. Es una vuelta atrás, retrotraerse no ya a la pubertad, sino al útero materno, cálido y húmedo, o quizá más atrás, al homínido que copula espasmódicamente de pie, o más atrás aún, a la sopa primigenia de la que surgió la vida. Qué hay más solitario que ducharse, qué hay más curativo y purificador. Luego, todo se va por el desagüe y uno sale renacido, rebautizado.

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