domingo, 28 de octubre de 2012

Cuerdas y ladrillos

En la misma mañana me tropiezo por la calle con un abuelo que camina a lo suyo, con varias largas hebras de cuerda de plástico en la mano, y dos chiquillos que vienen de jugar al fútbol sala, y van pateando un ladrillo.
El abuelo camina en línea recta,  mientras va trenzando las cuerdas  casi con una sola mano. Es una acción rutinaria para él, y lo hace con maestría, sin mirar lo que están haciendo sus dedos. Mira hacia adelante, teniendo cuidado en los pasos de cebra. Incluso se para antes de cruzar y le hace señas al coche se que ha detenido ante él de que pase primero. O lo que es lo mismo, el peatón acaba de cederle el paso al automóvil. En un paso de cebra. El conductor no se lo piensa dos veces y tira para delante, sin agradecerle el gesto. O al menos, desde mi posición, no he visto que le haga ningún gesto. Solo entonces el hombre, que mira a izquierda y derecha, cruza y prosigue con su pausada caminata. Me recuerda a mi propio abuelo, que también parecía tener un don para trenzar cuerdas, gomas elásticas y, sobre todo, esparto, hasta convertirlo en toda clase de cosas: vasos, sombreros, fundas para las botellas de vino... Un saber que se perdió con él, por cierto.
Poco después me encuentro con los dos críos. Vestidos con el mismo chándal con el nombre y el escudo de su equipo serigrafiados, cargados con dos abultadas mochilas donde, supongo, llevarán el resto de la equipación. No tendrán más de trece años, aunque no sabría decirlo porque datar a ojo a la gente nunca se me ha dado bien. El caso es que van los dos por la acera, hablando a voces, driblándose el uno al otro golpeando con el empeine un buen trozo de ladrillo de los de nueve agujeros.
Los críos no miran por donde van. Patean, chutan, descascarillan sin conocimiento ninguno su calzado deportivo y el ladrillo. No se fijan en los demás peatones, o en los vehículos que están aparcados. En un momento dado, uno de los dos se da cuenta de que uno de los lados del ladrillo está tan afilado que podría clavárselo, así que llama la atención de su compañero y, de un puntapié, lo lanza hacia el medio de la carretera. Para ver qué pasa si lo pilla un coche. Se echan a reír. Entonces se percatan de que los estoy mirando, se vuelven a reír y aprietan el paso. Un coche, en efecto, pasa por encima del ladrillo y lo destroza, sin daños aparentes en el neumático. Pero el ruido seco, el chasquido de la arcilla, les hace correr hacia la esquina.
Igual que el hombre mayor me recordaba al abuelo, me pregunto si los enanos estos me recuerdan a mí. Porque mientras que el primero me resulta entrañable, a los segundos los cogería por el cuello y les haría cargar con un palé de ladrillos por toda la Circunvalación. Dos veces. Creo que sí, que de pequeño también fui un poco trasto -el chiquillo no es malo, es revoltoso, inquieto, que decían las abuelas-. Como los dos protofutbolistas, también debí ser un poco gilipollas. Por suerte, uno crece y puede deshacerse de esa gilipollez como se deshace del acné, del pelo y los abdominales. Aunque se ve que no todos lo consiguen.
¿Puede el paso de los años convertirnos de críos insufribles a venerables ancianos? Mi abuelo apenas me habló de su niñez, así que no tengo ni idea. Tendré que preguntarle al abuelo de las cuerdas la próxima vez que lo vea. Y a los padres de los dos elementos estos, también debería dedicarles unas palabras...


El Pueblo de Albacete, 29 de octubre de 2012

1 comentario:

  1. etiquetas: abuelos cabrones con chiquillos juegan al fútbol como jilipollas, ¿es que nadie piensa en los niños?
    Es la hora de que tengas dos o tres guachos, ¡YA!

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