domingo, 8 de julio de 2012

Otros tres chispazos


Uno. Estaba el otro día en el bar –un hecho más que insólito por más que los malpensados crean lo contrario-, y mientras me tomaba un café cortado con hielo pude escuchar el saludo entre dos ancianos que se cruzaron por delante de las mesas. Tras los saludos de rigor, comenzaron a intercambiar achaques, en un duelo pokemon de a ver quién tenía el mal más interesante. Sin embargo, después de unos minutos la información más relevante que se desprendió de su conversación, y así lo quisimos entender tanto el otro tipo que estaba en la terraza y yo, fue su edad: 91 y 94 años tenían los dos amigos. Cuando se marcharon, cada uno por su lado, el otro fulano de la terraza levantó la vista de su móvil, me hizo una especie de guiño y me dijo. “Este es el problema de este país, que no se muere ni Dios”. Y siguió a lo suyo.
Dos. Por lo visto, y perdonen aquí mi desconocimiento, existe una ley no escrita sobre los objetos decorativos que te regala la familia para la casa, y es que estás obligado a ponerlos aunque sean más feos que un tiro mierda en un escaparate de Lladró. Es decir, que si tu tía o tu suegra –por decir dos- se presentan una tarde en tu hogar con un jarrón de porcelana o un perro de escayola, estás obligado a hacerles un hueco en la estantería, aún a costa de sacrificar un preciado espacio que bien se podía llenar con libros, tebeos, unas temporadas en dvd de Mad men o Sobrenatural, o con unas estupendas figuricas de acción. Claro, a más parientes, más chismes absurdos que destrozan tu entorno hogareño. Esta ley sólo funciona con la familia. Lo que los amigos te regalen, aunque te encante, o precisamente por ello, suele quedar relegado a una caja de cartón en el trastero, o la siniestra leja más alta, lejos de todas las miradas. Hace poco averigüé la solución a esta norma: la única forma de librarse de estos chismes de mierda es que se rompan. Y, esto lo descubrí hace aún menos tiempo, la mejor forma de que el adorno se rompa sin levantar sospechas –porque la familia es muy susceptible- es que se lo cargue un amigo más bien torpe. Esta adenda me hace sospechar de todas las veces que me han invitado mis amigos a sus pisos y me he topado con extravagantes chichis decorativos en sospechosa trayectoria de colisión, o me han sentado demasiado cerca de ornamentos en frágil equilibrio.
Tres. Entre que te dejen niños, perros y bicicletas, me quedo con la tercera opción. He comprobado que los dos primeros, al ser bestias parcialmente autónomas, dependen de un adulto para su supervisión, que ha de ser cuasi constante. Hay que alimentarlos, limpiar sus desechos, limpiarlos a ellos, mantenerlos a raya cuando se interrelacionan con otros individuos de su misma especie... No sólo eso, sino que estos animalicos exigen una importante cuota de atención por tu parte; necesitan que les hables, que los acaricies, y hasta que les riñas. Lo más peligroso, y agotador es cuando se apodera de ellos el instinto primitivo y te la lían en un segundo. Ponen a prueba a diario tu tolerancia de estrés. He de suponer que los padres y/o los dueños soportan esta carga debido a los lazos afectivos directos que existen entre unos y otros. Y estoy seguro de que además lo hacen con gusto. Pero para el resto de personas, cuyas relaciones son más tangenciales a los padres, biológicos y metafóricos, la cosa es radicalmente distinta. Por mucha ilusión y empeño que pongas en el asunto, la responsabilidad y el ajetreo porculizador acaban por sobrepasarte en cuestión de horas. Las bicicletas, en cambio, apenas dan problemas y al final, siempre saben hacerse querer.



El Pueblo de Albacete, 9 de julio de 2012

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