domingo, 12 de junio de 2011

Pequeñas cosas cabreantes (Sesenta mil satanases, 66)

Todos sufrimos por pequeñas cosas que nos hacen pasar de un estado de mediana indiferencia al cabreo más absoluto. Son esas cosas que nos molestan casi siempre, que nos tocan las narices hasta el punto de obrar el milagro de la transformación de Jeckyll a Hyde en décimas de segundo. Esas manías que rozan lo patológico y que perjudican principalmente al que las sufre, y en segundo término, pero no menos importante, a su entorno más cercano, que debe hacer efectiva toda su capacidad de empatía –que no disculpa- para no acabar descalabrando al interfecto con un cenicero, por ejemplo. A fin de cuentas, nadie se libra de ellas, forman parte de nuestra personalidad, ea, que no sólo de amor y buenrollismo vive el hombre.
El caso es que uno piensa que es un ser humano normal hasta que se plantea elaborar una lista con todas esas cosas que nos sacan de quicio, y entonces descubre que sí, que es un ser humano normal, pero más cascarrabias que un abuelo en la parada del autobús. Así, a bote pronto, tengo en mi haber unas cuantas manías que paso a compartir con vosotros.
Por ejemplo, en lo gastronómico, donde se suele confundir lo que nos molesta con lo que directamente nos es repulsivo e incomible, puedo decir que no me gusta la Cruzcampo, y me molesta mucho que no haya otro tipo de cerveza para elegir. Pero me la bebo. Tampoco es de mi agrado la mermelada ridícula que le echan al queso frito. Esa especie de menstruación coagulada de arándanos, de tomate, o yo qué sé elimina todo el sabor del queso, así que ¿cuándo surgió esta moda y por qué? Pero lo que más me molesta de todo es ese hilillo de líquido oscuro zigzagueante en un plato gigante con cuatro trozos diminutos de comida en el centro. Si ya es del género tonto adornar todo lo de la carta con el chorrillo, si encima éste abulta más que la comida, lo se que merece es que a la hora de pagar chorrees un billete de cinco euros con la reducción esa. Toma la cuenta reconstruida, listo.
De todos los tipos de camareros que hay, ni soporto ni a los que te cansinean con el vino, ni, mucho peor, a los que se pasan de chistosos, que yo he venido a comer no al Club del Chiste. Mas te valdría traerme el pan y la cuenta cuando te lo pido, y no perderte entonces entre la cocina y la calle, con un cigarro.
En los centros comerciales y grandes almacenes sufro en relativo silencio que me acosen los dependientes. Si quiero o necesito algo, ya te avisaré, aunque entonces seguro que te harás el despistado… Tampoco que gusta que me miren en estos sitios como si fuera un parásito social solo porque no he entrado con traje y gomina.
En el cine,  maldigo hasta tres generaciones a aquellos que comen patatas fritas en el cine. No me gusta, pero tolero, el tema de las palomitas y la cocacola, pero… patatas fritas, o bocadillos, y hasta tápers he visto, para eso vete a La Pulgosa a merendar. Será la moda de los gastro-cines… Por supuesto, habrá muerte y condenación eterna para quienes se meten en las salas con el móvil encendido, y se ponen a mensajearse a media película. Sé de un sitio donde podría guardárselo de una patada.
Y es que los malos hábitos de los demás es una fuente inagotable de ira. A esos que vocean en los bares habría que arrojarlos al Canal de María Cristina, por donde va cargadico de aguas fecales, con unos zapatos de cemento; aunque mucha culpa del jaleo la tienen los propios dueños de los locales, por poner el canal latino a todo volumen. Quería echarme un café, no una experiencia dolby surround 7.0 de reggaeton, gracias.
Firmaría con alegría las condenas al paredón para esos otros espabilados que aparcan en doble fila para hablar por el móvil, o bajarse del coche para ir al cajero automático. Si tuviera un Hummer, en Albacete habría muchos menos de estos tipos. Garantizaría fusilamiento sumarísimo asimismo para los que llevan el móvil por la calle como si fueran un gangsta del Bronx. Tengo que decirte una cosa, amigo, no eres guay. Eres tonto. Y molestas. Como los que llevan la radio del coche a todo trapo. Gracias por compartir tu música con los demás, en serio, pero no te molestes. Vete a una era a darle por saco a los grillos con tu subwoofer.
Y aún hay más. Odio hacer cola, para entrar, para pagar, para lo que sea. Es superior a mis fuerzas tener gente de pie parada delante y detrás. Y ya puestos, también a los lados. Por eso no voy a conciertos. Odio que me graben en vídeo. Los programas de ordenador que se caducan a los cuatro días, las señoras que se cuelan en el médico con la historia de que “es sólo un momentito”, que llamen novelas gráficas a los cómics, que en el Mercadona me cobren las bolsas...
Y ya si nos metemos en temas serios, en los grandes temas, como la política, la educación, las tarifas de Vodafone..., ni te cuento.

El Pueblo de Albacete, 12 de junio de 2011

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