viernes, 17 de diciembre de 2010

Omega (Sesenta mil satanases, 41)

Permítanme que rebaje el habitual tono tonto y absurdo de esta columna para rendir un discreto homenaje a Enrique Morente. Uno más, en un océano de artículos y blogs que se duelen de la pérdida de este hombre, igual que si hubiésemos perdido un pariente cercano. Y es que Morente tenía un algo que conectaba con todo tipo de gente, hasta con quien no lo ha escuchado cantar, pero sí hablar en alguna entrevista, donde, por cierto, solía mostrarse prudente, tímido, modesto ante el halago, que desviaba a sus compañeros de terna.

No soy ningún experto en flamenco, más bien rozo por lo bajo la categoría de aficionado semiignorante que se hace un lío con eso de los palos y su ortodoxia. Camarón, Carmen Linares y Morente forman mi trinidad flamenca. Como tantos otros de mi quinta, descubrí a Morente con ese disco inmortal que es Omega. Se lo compraban entonces, allá terminando los 90, en la tienda Tipo, los poetillas por Lorca y Cohen, los modernos por Lagartija Nick, los flamencos por ver de qué iba aquello, y los curiosos por curiosidad, de tal manera, que era casi imposible ir a casa de alguien y no ver la carátula, poderosa en su sencillo diseño, del cedé sobre la minicadena.

Mucho se ha escrito ya sobre Omega, hasta tesis doctorales. Sólo añadiré que a mí me cogió de los huevos desde el principio. Las sensaciones que producía su primera audición era como un trago de bourbon. A partir de ahí, decidías si pedías otro vaso, o te pasabas a la ginebra. Como quien viera aterrizar al Apolo 11 en la Luna, lo que más me impresionaba es que aquello fuera real. ¿Pero esto se puede hacer?, pensaba, canción tras canción, sin dar crédito. Y cogías el disco, leías el libreto en busca de explicaciones, y sólo producía más asombro. Uno de los poemas más ratos de Lorca, de los que no te enseñan en clase de lengua y literatura, mezclado apocalípticamente como un Dios Irae en clave de rock. Once minutos de delirio sonoro de apertura. “Tengo un guante de mercurio y otro de seda”. El maestro granaíno -al que nunca llegué a cruzarme en la ciudad de la Alhambra, en las varias veces que pasé por su calle- captó enseguida mis simpatías y se ganó mi devoción.

De ahí, el primer impulso fue seguir su discografía hacia atrás para tratar de averiguar qué había llevado a este hombre a grabar aquello. Cómo un cantaor serio y formal se planta en la tesitura de reinventar el cante, de multiplicar su dimensión sonora, universalizar el flamenco sin perder ni un ápice su esencia. Porque para mí Omega no es Triana o Lole y Manuel, nada de eso llamado flamenco progresivo; ni flamenco fusión, ni trash, pop o rock. Todo eso existe, pero es arrastrado, subyugado por la voz, y los gritos, de Morente, y lo convierte en flamenco. Escalofriante flamenco puro. Omega, como el propio Morente, destila pasión y respeto por la poesía como nunca había visto, ni he vuelto a ver. Y por la música y los músicos. Respeto por la tradición flamenca, pero sin costuras ni ataduras.

Supongo que estas cosas sólo se le ocurren a los genios.

Ahora, lamento las ocasiones perdidas de no haber ido a verlo en directo. De no haberme atrevido a buscarlo por el Albaicín. De no tener todos sus discos y los que tengo, oírlos más a menudo. De no poder escribir una columna más extensa que le haga verdadero honor al Maestro. Morente se ha ido, y nadie podrá tapar ese hueco. No ha nacido quien pueda. Supongo que sólo nos queda darle al play, de vez en cuando, y dejarse llevar.


El Pueblo de Albacete, 19 de diciembre de 2010

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