sábado, 16 de octubre de 2010

El horror que vino de las profundidades del armario (Sesenta mil satanases, 33)

Entre las muchas frases lapidarias que me regala mi señor padre a diario, siempre tengo presentes dos: en el bar donde veas policías municipales se almuerza bien y barato; y hay gustos que merecen palos. Me encanta esta última y lamento sinceramente no poder aplicarla a rajatabla cada vez que me doy una vuelta por la calle. Sé que no soy el único que ha deseado convertirse en el Tío de la Vara a la vista de la mucha tontería que se ve por ahí, especialmente en el tema del vestir. Y es que hay prendas que desafían esa falacia popular de lo de sobre gustos no hay nada escrito, porque son objetivamente feas.
Sin que medie explicación racional –de las otras podría aventurar varias, como un sistema de dominación extraterrestre o un experimento de la CIA- de por qué se ponen a la venta, año tras año, estos adefesios, es necesario reconocer que todos conservamos una camisa, unos pantalones u otro ropaje que, a priori nos parecían un puntazo, y que en realidad son una putada. El principal problema reside en que uno no se percata de que viste un horror cósmico, digno de Lovecraft, hasta que se lo dicen. Y a veces ni aún así. Si nosotros nos encontramos seductores, dignos émulos de Brad Pitt, con unos pantalones vaqueros rojos o un polo amarillo, nadie nos va a convencer de lo contrario. Sin embargo, esta perversión de los Pantones supone una agresión visual tan sólo equiparable a la estatua de la rotonda de Pedro Coca con la Circunvalación.
La depravación estética y moral del atavío va más allá de la violación elemental de los cánones cromáticos. Adornos imposibles como hebillas, lentejuelas, correas y remaches infectan como costras purulentas muchas de nuestras ropas. También lo hacen dibujos presuntamente graciosos que invocan a la nostalgia o la friquez y que no hacen otra cosa que estereotiparnos. Por supuesto, no hay que olvidarse de esos diseñadores hijos de puta con ansias de dominar el mundo que se entretienen en coser bolsillos donde no cabe ni un mechero, poner botones infames que se abren solos, idear formas antianatómicas de coser una chaqueta y mil sandeces más, que hacen que, en comparación, los aparatos de tortura de la Inquisición nos parezcan más cómodas que el tresillo de las siestas.
Estas vestimentas llegan a nosotros de dos formas: compradas o regaladas. La primera es la peor, la más ofensiva y la más difícil de erradicar, sobre todo si el esperpento en cuestión nos ha costado un ojo de la cara. Reconocer que has tirado el dinero en algo que te pone estéticamente por debajo del traje de Nochevieja de Paco Clavel es tan duro como un amanecer de resaca en la cama de un transexual filipino. Hasta el momento de la revelación –que habrá de llegar con la madurez, el aumento de talla, o con la Virgen en lo alto de un olivo-, vestirás con orgullo torero tu chaleco de pescador, tus pantalones de cuadros escoceses o tu chándal del Madrid.
Las prendas regaladas, contrariamente a lo que pudiera parecer, se visten más veces que las adquiridas previo pago, por aquello de que no nos han costado un duro. Ojo, no confundir con aquellas ropas, también feas, que hasta nosotros nos damos cuenta de su poder ofensivo y que jamás vuelven a ver la luz. Pero hay otras que, sobre todo a ellas, les parecen que son monas, o que visten mucho, y por eso se convierten en sus prendas favoritas. Pecados mortales, dignos de unos cuantos palos en el lomo, más bien. Lo bueno que tienen es que, como no nos dolió el bolsillo al comprarlas, tampoco nos sangrará el alma al relegarlas al olvido o a la basura. Como si de una desintoxicación se tratase, habrá que prestar apoyo psicológico al que se deshace de la prenda, pues su sentimiento inmediato será comprarse otro trapo igual.
Nadie escapa del horror que habita en el fondo del armario. Quizás un buen sarmientazo en las corvas pudiera ahorrarnos el sufrimiento ocular que estas cosas nos producen, pero me dice mi amigo el policía, mientras almorzamos, que legalmente no estaría bien visto, así que habrá que contentarse con mirar para otro lado y dejarlo correr.



El Pueblo de Albacete, 17 de octubre de 2010

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