sábado, 17 de julio de 2010

La playa es un estado mental (Sesenta mil satanases, 21)

Andaba yo el año pasado al resguardo del sol levantino en el medio metro de arena que había bajo la sombrilla, despotricando contra todo lo que nos rodeaba en la playa: niños gritones que nos salpicaban tierra en sus constantes idas y venidas al agua; dos chuloplayas de bañador fardagüevos y raiban de espejo jugando al ping pong en nuestras narices; señoras en topless ignorantes de los efectos de la ley de la gravedad en sus maduras anatomías; una bullanguera cuadrilla de adolescentes sin reparos en compartir su odiosa música, sus pensamientos declamados a gritos y el humo de sus porros; las colillas semienterradas en la arena; compresas flotantes que entablaban una fragorosa batalla naval con las medusas y los bañistas; cuando mi cuñado, que además es poeta, me interrumpió con la inquietante frase “Cuñado, la playa es un estado mental”.
Yo le miré preguntándome si la combinación de cerveza y sol le había empezado a pasar factura. Allí estábamos, dos parejas en un infierno abrasador, atestado de gente que, como yo -lo veía en sus ojos-, odiaba estar allí, sentados como indios en el suelo, luciendo cuerpos paliduchos y blandorros, cargados con más aperos que un soldado de infantería medieval. Algunos lo disimulaban leyendo un libro comprado en el Carrefour, apoyados en la nevera cargada de hielo, latas y tortilla, con las llaves, el dinero y el móvil ocultos en una alpargata; otros hacían como que escuchaban la radio por los auriculares; los más se rendían al sol con la vana intención de, al menos, coger un tono bronceado -que al final sería rojo cangrejo- para lucirlo el lunes en el trabajo.
La playa para mí no es un estado mental, es una pesadilla muy tangible a la que nos arrojamos los de secano de cabeza como los lemmings. Cuatro horas de coche para fingir que lo estás pasando bien con los tuyos, para gastarte la paga extraordinaria en gasolina, en chiringuitos cuya materia prima parece provenir de Chernobyl, pero a precios de Barcelona capital, en cremas y, finalmente, en medicamentos para las quemaduras y la diarrea. Tan divertido como subir al sapito loco en Feria puesto hasta las patas de orujo miel. Y a pesar de todo, es inevitable no dejarse caer al menos un par de días por la costa -y por el sapito, a todo esto-, a disfrutar, como una extraña tradición anual a la que es inútil resistirse. Ah, el horror...
Supongo que mi cuñado se refería a esas idílicas playas de la tele, desiertas, de arenas blancas y aguas cristalinas, esas en las que puedes tumbarte en una hamaca, bajo una palmera, sin más preocupación que la de que se acabe tu cocoloco. Esas playas a las que, imaginación mediante, huyes mientras acabas tu mahou tibia, cubierto de arenilla, y con los ojos cerrados bajo una sombrilla de cocacola. Si te concentras lo suficiente, al final, hasta logras sonreír. Aunque puede que se deba al humo de los chavales de al lado.

El Pueblo de Albacete, 18 de julio de 2010

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