viernes, 14 de mayo de 2010

La navaja, siempre en el bolsillo, ea (Sesenta mil satanases 12)

Recogían algunos medios esta semana la noticia de la multa que la Guardia Civil de Torrevieja había impuesto, de 301 euros, a un pescador jubilado por portar la navaja que utiliza para reparar redes. No es ni el primero ni el último que se ve en estas tesituras ante la ley aplicada en stricto sensu, o lo que es lo mismo, sin sentido común. Los de aquí lo sabemos bien. Cuando eres de Albacete, donde llevar una navaja en el bolsillo, sin más justificación razonable que la costumbre heredada, es lo habitual, más tarde o más temprano acabas por encararte con este problema.
A un albaceteño puedes cambiarle el nombre de las calles, el sentido del tráfico o la bandera, que lo soportará con paciencia y saliva, pero a lo que no permitirá que le toquen ni un pelo es la Feria ni su navaja. Estoy seguro de que pueden cambiarnos las torres y el murciélago del escudo por antenas de telefonía y un helicóptero, o convertir el Albacete Balompié en un club de curling, pero prueben a quitar un solo un arco o día de la Septembrina, o a prohibir las navajas, y aquí arde Troya.
¿Y para qué queremos llevar una navaja encima? Pescadores, como ese jubilado multado, no somos. Tampoco vamos por ahí emulando al Pernales, por lo que no podemos alegar que es propiamente una herramienta de trabajo. Se trata más bien de algo cultural, porque los de aquí nos hemos criado en tierra de cuchillos y navajas, las hemos visto desde siempre en los escaparates de nuestras calles, en los arcos de la Feria, y forman parte de nuestro acervo atávico, una costumbre que pasa de abuelos a nietos. Estoy seguro que no seré el único en tener el recuerdo del abuelo pelando una manzana con su vieja navaja -de cachas de madera, que las de asta siempre han sido para los forasteros-. El hombre se jactaba de jamás haber necesitado usar un cuchillo ni de beber agua (pero esa es otra historia). Hay más. Cuando antaño se podía hacer un sagato en Los Pinares, los cubiertos que nunca faltaban eran las navajas. Ahora, por aquello de los incendios forestales, en lugar de carne a la brasa toca partir un tomate a la sombra de una carrasca, y parece que luce más si lo haces con la vieja siete muelles. Y así, vamos engarzando buenos momentos asociados a este útil, que sumado a la natural fascinación que el ser humano siente por las armas y las máquinas -y una navaja es una excelente mezcla de ambas-, da como resultado una navajica made in Albacete en el bolsillo.
Pero explíquele usted, no ya a un guardia civil, sino a los juraos de Hacienda o de la estación de Renfe que lleva una faca encima porque también la llevaban su padre, su abuelo, y así hasta el primero de los García, que va a ser que no. Se pone uno en una situación incómoda, donde lo que no es más que un accesorio más en el pantalón, o en la mochila, como bien pudiera ser un mechero, o el móvil, se convierte en un arma, y el albaceteño en poco menos que un terrorista. Las normas son las normas. Por supuesto, si uno va prevenido -lo normal es que no-, se puede recurrir a la picaresca, tratar de ocultarla o escamotearla de los detectores, pero particularmente no lo veo bien porque así sí estás dando argumentos para que desconfíen de ti, y el lío puede ser más gordo. He visto a amigos guardar la navaja en la bota, bajo la gorra, o hasta en los calzoncillos antes de subir a un tren, tren que luego paraba en Alcázar de San Juan, donde -para más inri- subía el navajero de turno con todo un amplio muestrario de aceros.
Terrorista, decía antes, o un cateto, que también se ha dado la circunstancia de, a la vista de la hoja afilada, quien nos tacha poco menos de subdesarrollados, de gañanes de boina a rosca parientes de Paco Martínez Soria o del Tío la Vara, como si empleásemos la navaja para afilar palillos o hurgar la renegror de debajo las uñas. Supongo que sí es incompatible la cheira con las gafas de pasta negra y la bufanda de los modernos. Pues allá ellos.
Los demás llevamos navaja porque somos, irremediablemente, de Albacete.
Así se lo explicó un amigo hace años al guardia de la Biblioteca Nacional de Madrid cuando la suya hizo saltar el detector de metales. Fue lo único que atinó a decir, agobiado por la vergüenza cuando el segurata le preguntó adónde iba con aquello. El hombre, tras ver su DNI y comprobar que no mentía, hizo gala de una gran comprensión y le dejó pasar sin más. Lo que parecía un gesto de compasión hacia un tontaco de provincias se reveló, a la salida, como un guiño de complicidad entre paisanos, puesto que el guardia era de El Bonillo y, aunque mi amigo no la vio, a buen seguro que el bonillero portaba encima su propia navaja.


El Pueblo de Albacete, 16 de mayo de 2010

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