jueves, 29 de abril de 2010

Danzad, danzad, manchegos (Sesenta mil satanases 10)

En estos meses de calor que se avecinan, se suceden dos curiosos acontecimientos sociales, las bodas y las fiestas del barrio, que me recuerdan una de mis principales debilidades: que no sé bailar. Un biólogo describió mi estilo de baile como similar al de una rana muerta sometida a descargas eléctricas. Supongo que es una mezcla de torpeza -varias generaciones de profesores de gimnasia pueden dar fe de mi descoordinación general- y timidez.
Tenga claro este axioma: si tiene pareja, no necesita para nada bailar. Si anda más soltero que la una, es imprescindible. El baile no es más que pura exhibición erótica, forma parte del ritual de apareamiento; de hecho, en algunos países el baile agarrao está más prohibido que el fumar en una sala de neonatos. Por eso fastidia, y cómo, que en un sarao te saquen al partenaire a la pista. Ante tus ojos, con un -en apariencia- inocente meneíto, te están levantando la novia. Es verdad que las cosas han cambiado mucho y uno no necesita escudarse en el restregón ocasional con Suspiros de España, como hacían nuestros mayores, o en el perreo latinoamericano más salvaje, para catar carne humana pero, como el 3 en 1, es innegable que ayuda, y cómo, a abrir puertas. En una fiesta, el macho alfa es el mejor bailarín.
El bailoteo, a la par que el alcohol, está implícito en todas las celebraciones humanas, por eso quien no baila suele ser considerado un paria, un antisocial digno de compasión. Como los borrachos, quienes bailan acaban formando una febril hermandad de la que quieren que todos participen. Si no lo ha vivido, haga la siguiente prueba en la próxima juerga a la que esté invitado: permanezca sentado, o acodado en la barra, con su bebida preferida en la mano, ajeno a la salsa y a Paquito el Chocolatero. En menos de media hora acudirán como poco diez personas a preguntarle si se encuentra bien, si está borracho, o enfadado, y finalmente, a pedirle que eche un vistazo a los abrigos. Al menos la mitad de ellas tratarán de obligarle a salir a la pista por el ingrato ejercicio de tirar de su brazo hasta desencajárselo del hombro. Le aconsejo, amigo lector, que si la que acude es tu pareja, le siga la corriente unos minutos o dará pie a una absurda bronca de imprevisibles consecuencias.
En secreto, siempre he envidiado a aquellos que, a los primeros compases de la música, se lanzan al centro del salón de baile. Brilla en su rostro perlado de sudor una sonrisa extraña, mefistofélica, y enseguida comienzan a balancear su anatomía, seguidamente, agarran a un miembro del otro sexo -salvo tu tía la solterona, que coge a tu madre- y comienzan a moverse y a girar con pasos sincronizados, resultando una imagen tan hipnótica como una lámpara de lava. Ya lo hagan bien o mal, el caso es que no puedes apartar la vista. Es interesante comprobar cómo hasta un orco parece transmutarse en Patrick Swayze a poco que domine un pasodoble o la salsa. Es la magia de la danza. Pero recuerda, si el fulano es de los que se pisa a sí mismo, más que magia es vudú del chungo.
La cosa no es sencilla. Bailar es un deporte de riesgo, requiere de una preparación previa digna de un monje shaolín, donde hay que trabajar la unión armónica de cuerpo y mente. Una fuerte preparación física, sólo comparable a correr la maratón vendimiando a la vez; coordinación extrema, equilibrio, autocontrol hormonal -para evitar roces confusos e inapropiados- y una total desvergüenza.
Otros problemas asociados al baile, como el sudor, que se suda y mucho, se solventan con la edad. De hecho, los jubilados no sudan, por eso aguantan más que nadie en la pista. Eso y las drogas que ingieren al cabo del día para sus diversos achaques -aquí hay una extraña similitud con sus nietos bakalas- convierten las verbenas del asilo y las noches de Benidorm en versiones geriátricas de Danzad, danzad malditos, donde los principales perjudicados son los músicos.
En general, no lo hecho de menos, salvo en el caso de las manchegas. Nuestro baile regional es el máximo exponente de la lujuria física. Quizá no se haya dado cuenta al mirar a los grupos de Magisterio o Abuela Santa Ana, por lo descontextualizado del espectáculo sobre el escenario, pero lo que ahí se está desarrollando, en sus orígenes, en su raíz, es un coito público. Ni lambada ni leches. Coloquen esos giros, saltos, pasito pacá, pasito pallá, cruces y descruces cambiaos, tentando al contrario como un torero o un boxeador, y venga más vueltas hasta perder el sentido, esas miradas intensas que atraviesan el refajo, al compás de los instrumentos, el calor del vino y las hogueras del pueblo y entenderán lo que digo. Vayan a la Chicharra de Motilleja si no, y me cuentan. Puro frenesí rural.
Y recuerde, no hay nada más patético que un tímido haciéndose el duro para no bailar. Siempre puede unirse a una conga.

El Pueblo de Albacete (2 de mayo de 2010)

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