viernes, 22 de mayo de 2009

Elogio de la hijoputez albaceteña

el autor de este libro no es albaceteño, pero casi
Por si no han tenido la suerte de viajar a Granada, les diré que existe allí algo común a todos sus habitantes, certificado y comprobado por interesantes estudios, con más arraigo y orgullo que la Alhambra; me estoy refiriendo a la malafollá granaína, una suerte de mala leche gratuita, sin provocación previa, que aún a riesgo de confundirse con mala educación, no es sino un rasgo innato en el granaíno contra el que nada puede hacerse, más bien al contrario, el vecino de esta capital andaluza lleva con orgullo su mala hostia allá donde va. Es esta malafollá, por ejemplo, la que hace que anden por las aceras como si fueran suyas y sean incapaces de apartarse cuando tu trayectoria y la suya convergen en un punto. Quien esto suscribe ha desarrollado con el tiempo, y tras sucesivas visitas, un sistema infalible para evitar colisiones indeseadas con los granaínos, mezcla de andar más rápido que ellos y choques lo más violentos posibles al azar. El granaíno no es tonto, y cuando ve a uno de sus congéneres volar hacia el asfalto tras impactar contra un tipo de 100 kilos suele hacerse tímidamente a un lado (salvo que su masa corporal sea superior a la mía, claro).
Y es que en Albacete tenemos algo peor, más peligroso, que es la hijoputez. Al contrario que nuestros amigos del sur, el hijoputa albaceteño no nace, se hace; si la malafollá es algo innato, la hijoputez se aprende, se desarrolla y se trabaja para aumentarla, no en vano es un método de supervivencia, mezcla de la desconfianza de la Mancha central con el pretender metértela doblá del Levante. La malafollá sale de dentro, de los genes, del instinto, es un ataque; la hijoputez se gesta en la mente, es cerebral, premeditada y con alevosía, es una defensa, una reacción, una vendetta, un “pa hijoputa yo”, de ahí que supere con creces a la mala hostia granaína, ellos joden por joder, nosotros para ver si podemos joder pero bien, a conciencia, y para ello no nos importa saltarnos normas, convenciones morales y hasta la ley, si es menester. Al contrario que el granaíno, que va con la malafollá por bandera, el albaceteño no reconocerá públicamente que es un hijoputa.
El hijoputa albaceteño es un tipo potencialmente peligroso cuando entra en fase, sobre todo porque no anuncia su acto vengativo, al menos no más que con un “ahora verá ese cabrón” o el ya mencionado “pa hijoputa yo”. Tampoco le preocupan las consecuencias. Es un hombre sin miedo. Y lo peor es que no actúa contra nadie el concreto, sino contra todos, contra el mundo; el hijoputa guarda todas y cada una de las afrentas que le han sucedido a lo largo de su existencia, y luego la víctima se convierte en verdugo indiscriminado, con una especie de ansia por devolverle al karma las putadas recibidas, generando a su vez otro futuro hijoputa. La hijoputez se convierte así en una reacción en cadena que se retroalimenta constantemente, el móvil de eterno movimiento.
El hijoputa albaceteño es el que aparca en doble fila delante de otro coche en doble fila en la parada del autobús, el que se cuela en la caja del Mercadona con aquello de “sólo llevo una cosa” y de repente saca de la nada un carro a reventar. Es el político que deshace lo contruido por quien antes ocupaba su asiente, aunque sea del mismo partido. Es la vecina tiene las sábanas lavadas con lejía encima de tu ropa. Es el fritilla que pone la radio a todo volumen a la hora de la siesta; el tipo grandaco que anda empujando a la gente por las aceras del Zaidín... En fin, los ejemplos son innumerables, sólo hay que darse una vuelta por la ciudad para comprobarlo. Y sí, hay hijoputas similares en casi todas partes, y no necesariamente albaceteños, pero a buen seguro que el origen de esa hijoputez está aquí, ya sea porque el hijoputa forastero visitara la ciudad y la sufriera en sus carnes o porque tropezara con un nativo del llano allá en su localidad. Puede que exportemos navajas, vino y queso, pero el principal recurso llevado allende nuestras fronteras es la hijoputez.
Consideren, en último lugar, lo que sería la máquina perfecta, el terminator definitivo, el ángel vengador por excelencia: un granaíno de Albacete. Como mi mujer.

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