martes, 14 de abril de 2009

De cafés y cervezas

Me cuentan los amigos de viven en otras latitudes que por aquellos lares no se estila lo de quedar a tomar café. Se queda a las cañas, de vinos, pero no a echar un café a media tarde, pero me resisto a creer que esta sana tradición de cortao y tertulia sea algo propio de los albaceteños, y más bien culpo a mis amigos de no saber muy bien con quién se juntan... De lo que sí puedo dar fe es de haber recibido miradas extrañas -pero aquí y en otras ciudades- cuando después de un café pido una cerveza, como si con ello perturbase el orden natural del universo o estuviese violando alguna clase de mandato divino.
Pero no es así, independientemente de la cantidad o el orden de la ingesta, el café y la cerveza forman un binomio elemental en la dieta de cualquier persona de bien (así como la panceta y el gorrino en general); de hecho, basta un simple paseo por nuestras calles para comprobar que en Albacete no existe diferenciación entre bares y cafeterías, y surge aquí la figura hostelera por antonomasia que es el café-bar, donde lo mismo puedes desayunas un café con leche y una tostada de tomate, almorzar un bocadillo de lomo con tomate y mayonesa acompañado por una cuarta de tinto con casera, cenar una sepia a la plancha o ver un partido de fútbol rodeado de cubatas. Cualquier otro establecimiento es elitista, snob y está condenado al fracaso.
El café-bar tiene todo lo que el ciudadano medio necesita y todo lo que sueña, un paraíso en la tierra, de ahí que le guste entrar y le cueste tanto irse. El problema radica cuando el empresario, consciente de la acérrima fidelidad de la feligresía, se aprovecha de ello para ganar dinero impunemente a costa de nuestra salud y nuestro paladar. El dueño del bar no entiende nuestra devoción, nuestros sentimientos cuando, cual Quasimodo, entramos en su local pidiendo asilo y una caña, y por ello nos sangra donde más nos duele: en el café y en la cerveza.
Qué decir de ese oro negro que nos sirven en tazas cada vez más pequeñas a precios cada vez más altos... El café, por definición, es un artículo barato, cuyo beneficio para el hostelero es brutal, por ello, ya que nos lo cobra a precio de coltán, qué menos que exigir que por lo menos esté bueno. Ni por esas, el café albaceteño parece elaborado a partir de unas cuantas cagadas de mosca, agua y algo que nos dicen que es leche y que ahora se ha puesto de moda convertirla en espuma, supongo que por echar menos y para enmascarar el deleznable sabor de este brebaje salido del infierno. Un cortao, un euro (con suerte). Pero señores, qué cortao. La calidad de los cafeses albaceteños es peor que la del agua del grifo (quizá ahí radique el secreto de su éxitor). Ni aun recurriendo a las sólo-cafeterías de esas con una carta de cafés tan larga como mi pierna buena, no hay manera. Pagas 3,50 por un exprés Blue Jamaica y el dedal que te ponen sabe igual que el café con leche de la máquina del trabajo... Ah, las máquinas... Tengo memorables recuerdos diarreicos de la máquina de la Facultad de Magisterio, donde cualquier cosa que no fuera un con leche te provocaba una instantánea vista al váter, probablemente el más sucio del todo el campus, donde por poco no acababas vomitando a la par que evacuando los intestinos en la misma postura que Casillas ante un penalti. La de la Uned era simplemente una abominación salida del infierno. Supongo que debe tratarse de un oscuro plan de los Iluminati para fomentar el absentismo educativo por la vía digestiva.
Cuando viajo me arriesgo siempre a pedir un café, sólo para comparar, y hasta hace bien poco, en Madrid, los cafés estaban muy buenos. En Valencia no andan desencaminados, aunque ya surgen los locales dedicados en exclusiva a hacerte un lavado estomacal; en Ciudad Real o Cuenca por lo general tienen la calidad que gozábamos aquí hace quince años; en Granada va por barrios, Barcelona es muy cara, pero el café sabe a café, aunque lo mates con leche, y así, por todo el país. Pero en ninguna parte es tan vomitivo como aquí. Lo digo en serio, pareciera que una mano negra se cagara en nuestras cafeteras.
Luego está el segundo producto estrella más barato del local, la cerveza. A ésta cuesta más adulterarla, pero todos sabemos que es posible, y si no lo saben es que no se han pedido unos litros en la Feria. A nuestra bienamada rubia nos la trajinan por el precio. Es curioso que el segundo elemento con más agua en su composición después del café cueste diez o veinte céntimos menos que una cocacola o que una botella de agua. Todavía recuerdo cuando la mahou valía veinte duros... Después llegó el euro, el redondeo, y ahora tenemos la CAÑA a 1,20 (con mucha suerte) y el tercio, fuera del café-bar, más caro que una mortaja. Al menos que estemos en el apocalíptico mundo de El guerrero del amanecer, no tienen sentidos estos precios. Soy de los que prefiere tercio a caña (los quintos, extraño nombre para algo que en realidad contiene -generalmente- un cuarto de litro, ni los contemplo, son cervezas de juguete), y esto es porque, salvo honrosas excepciones, en esta ciudad no saben ni tirar cañas en condiciones. Tirar una caña (o una pinta, donde las haya, es lo mismo) debe exigir una habilidad y concentración mental que sólo debe de obtenerse tras años de entrenamiento con el señor Miyagi o algo así. Y ya de tapas ni hablamos.
Pero el caso es que, a pesar de todo lo mencionado, reincidiremos y volveremos a caer en la tentación... porque ¿qué sería de nosotros si no?

2 comentarios:

  1. En mi tierra tenemos una tercera opción... ¡¡el catita de vino fino!! De eso te hago un día una tesis doctoral...

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  2. Lo mejor para que dejes de sufrir es que te vayas haciebdo a la idea de que cada año las cosas subirán de precio. Cerveza incluida, of course. No es que sirva de consuelo, pero si cada vez que la suban te vas a amargar la existencia, el día que cumplas cincuenta años vas a salir a la calle con una recortada y te vas a liar a tiros.
    Deberías ver lo que me han cobrado hoy por un pincel.

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