domingo, 25 de septiembre de 2011

Estas botas son para caminar (Sesenta mil satanases, 81)

Leí en alguna parte que a un hombre se le juzga por su calzado. En las novelas buenas del oeste, siempre se le echa un vistazo a las botas del forastero (eso, y se le intercambia tabaco). En las películas de guerra aceptables, vemos cómo se le roban los zapatos a los muertos. Los esclavos van descalzos. Los pobres les lustren los mocasines a los ricos. Charlot pasaba tanta hambre que tenía que comerse su propio zapato en La quimera del oro. Dorothy volvía a Kansas entrechocando los zapatos de rubíes, que le había robado previamente a la bruja mala del Este. El gato sólo necesitaba unas botas para sacar de la miseria a su amo. En inglés, en lugar de decir “ponte en mi lugar” se dice “ponte en mis zapatos”. De fetichismos ni hablamos...
No le descubro nada a nadie diciendo que lo que viste los pies dice más de una persona que el resto de su indumentaria, su peinado, sus usos y costumbres. Toda su personalidad queda retratada en sus zapatos. Puede que los ojos sean el espejo del alma, pero el calzado es el alma misma, un reflejo de la personalidad del portador, tan explícito y descriptivo como un carné de identidad.
Siendo los pies una parte tan íntima, tan delicada y a la vez tan importante para nosotros, como individuos y como especie -nuestra civilización ha dependido del calzado, todos los ejércitos que han dominado la tierra iban bien calzados, de las sandalias romanas a las botas militares-, es lógica la tremenda trascendencia de enfundarlos, vestirlos, adornarlos, etc, convenientemente.
El calzado está por encima de los códigos de vestimenta, porque tiene su propia taxonomía y lenguaje. Una de las primeras cosas que de pequeños nos enseñan las madres es que hay un calzado, y una vestimenta, para cada ocasión. Pero también lo hay para cada estación, para el trabajo y para el ocio, para la lluvia y para la playa... Toda nuestra vida pivota en torno al zapato que nos toca ponernos por la mañana. Si echáramos la vista atrás, podríamos rememorar nuestra historia siguiendo ese reguero de suelas desgastadas, cordones rotos, tacones perdidos y agujeros varios.
La necesidad de calzarse no implica que tengamos un armario como el muestrario de una zapatería. Hay quien tiene decenas de zapatos y quien solo dos pares. Quien los cuida como oro en paño y quien los destroza sin contemplaciones. Las relaciones entre uno y sus zapatos casi podría extrapolarse a ese uno consigo mismo y con los demás.
Escoger zapato es complicado. No solo hay que buscar un motivo estético que vaya con nosotros, sino que además debe ser cómodo, no se puede andar si te rozan, si te salen ampollas, si te aprietan. Qué mal se pasa. Y debe estar dentro de nuestras posibilidades económicas. Porque los zapatos, a pesar de las imitaciones chinas, son un artículo de lujo. Entiendo a quien prefiere comprarse diez pares de diez euros a uno de noventa, a pesar de que acabe usando y tirando uno al mes. En ocasiones tengo la impresión de que una mano negra especula con el calzado. ¿Cómo es posible que un artículo de primera necesidad, de buena calidad, sea tan caro? Y lo peor es que no puedes reclamar. Si un zapato se te rompe o se te despega, no puedes volver a la tienda a que te devuelvan el dinero o a cambiarlos por unos nuevos, porque no tienen garantía. Porque, ojo, un zapato bueno siempre será caro, pero un zapato caro no tiene que ser necesariamente bueno, y lo digo por experiencia. Puedes cambiar una tele que ha salido rana, pero no unas botas, y este es un fallo por el que deberíamos quejarnos.
Y créanme, son más necesarias las botas.


El Pueblo de Albacete, 25 de septiembre de 2011


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