viernes, 30 de julio de 2010

La vida es porno (y II) (Sesenta mil satanases 24)

Hemos dejado claro que si hay algo ligado a nuestro paso por este mundo es el porno. No lo tienen en cuenta los currículos educativos en sus objetivos y contenidos de educación sexual, no vayan a revolucionarse las (H)AMPAs, pero es evidente que, como parte de nuestra sexualidad, el cine porno es una valiosa fuente de información y diversión. Uno descubre el porno en la prepubertad. En el caso de los de mi quinta, los primeros avistamientos de algo parecido al sexo vinieron, en un principio, por la exhibición de felpudos en las películas de Mariano Ozones. El posdestape, las paridas de Pajares y Esteso, y esas astracanadas jaimiteras de Alvaro Vitali, donde entre risas y flautas siempre se las apañaban para enseñar un buen par de tetas o una ingle como gatete acurrucao, no era porno, claro, pero nos indicaba a los zamarros por dónde iban a ir los tiros en cuanto diéramos el estirón. Mucho hemos perdido en este tema gracias a elementos como Bigas Luna y Vicente Aranda. Es lo que tiene el cine de autor. De autor malo.
En una época en donde toda la educación sexual en el colegio era pintar una chorra en un cuaderno y ver en clase de gimnasia el bamboleo pectoral de la pechugona de turno, las cuatro fotos mal tiradas en blanco y negro de una revista de descampado eran lo más parecido a un coito real que habíamos visto. Esas revistas, empezando por el Interviu, que ya la portada nos daba calambres en la entrepata, la Lib y las otras que el kioskero medio ocultaba en la parte de arriba o en la del fondo, tenían una misteriosa tendencia en mi barrio a acabar en las inmediaciones de las vías del tren, bajo el finado Puente de Hierros, y en una papelera que revisábamos escrupulosamente cada semana. Como usuarios precursores de las redes P2P, los críos las compartíamos e intercambiábamos como si fueran cromos, siendo siempre el peor parado el último de la lista de usufructuarios.
En plena fase onanismo-adolescente llegó el Canal + y sus noches de viernes codificados, de cintas VHS grabadas por un vecino y regrabadas por el amigo de los dos vídeos, de la zona tras la cortina del vídeoclub. Otra inesperada fuente de material pornográfico eran los propios padres, que como pornófilos furtivos, creían mantener a salvo de nuestras manos una revista de importación a todo color oculta en el fondo del armario, o un misterioso vídeo sin carátula en el altillo. Pobrecicos, si nosotros lo tuvimos mal, ellos no veas, que tuvieron que recurrir a la observación furtiva, el Alto de la Villa y los permisos de la mili (las becas Erasmus militares de antaño).
Ese porno cardado, sudoroso y cachondo nos enseñó mucho sobre cómo iba eso del sexo, a modo de tutorial, aunque luego en la práctica apenas lográsemos tocar una teta por encima del sujetador. Un recuerdo recurrente, ese primer contacto íntimo, que ha dado para muchas tardes de aburrimiento y noches de soledad.
Por aquel entonces, contábamos en Albacete con cines X, pero lo cierto es que el negocio no llegó a cuajar demasiado y no sé de ninguno de mis conocidos que acudiera a las oscuras salas del actual Candilejas. De todas maneras, siempre me ha chocado la cuestión del visionado del porno en grupo, como no fuera para echarse unas risas a costa de los doblajes (tema que daría para un artículo per se) o las chichas de los actores, en casa de un colega cuyos padres estaban de viaje, rodeados de cerveza, kalimocho y tabaco. El porno, es una opinión personal, se aprecia mejor en solitario, o como mucho en pareja –sabemos que esto último es una utopía-.
Los primeros ordenadores con cdrom metieron en nuestros dormitorios, en los 90, una nueva forma de ver y entender el porno. Discos grabados fácilmente disimulables, con sus múltiples opciones de visionado. Adiós al mando del vídeo, ahora era posible congelar o repetir en bucle la escena predilecta, extraerla y guardarla en el disco duro, un lugar donde jamás la encontraría tu madre. Las productoras asumían la realidad de sus cintas y pasaban de guiones y tramas irrisorias, para centrarse en el tema, de una secuencia a otra, sin apenas diálogos. Adiós al fontanero que llegaba para desatascar cañerías. Hola a los tatuajes, a los piercing y a los atletas del sexo.
Y llegó internet.
Todo se hizo más fácil con el advenimiento de la gloriosa red de redes. Porque sí, internet es igual a porno. Google es porno. Emule es porno. El spam es de porno... Y pese a lo que cuente la SGAE, lo cierto es que la industria más afectada por las descargas es la pornográfica, y ahí los tienen, tirando del carro, sin pedir canon por klínex vendido ni nada por el estilo. Si hasta lo dan gratis. Semejante oferta ha facilitado que uno vea y almacene porno en cantidades industriales, que uno pueda administrarlo y clasificarlo por géneros, estilos y número de participantes. La informática ha sido creada, desarrollada y puesta al servicio de los consumidores de porno. La oferta en la red es tanta que puedes llegar a sentirte desbordado. Además, la industria del sexo aplica a rajatabla la máxima de para gustos los colores y, ciertas prácticas recogidas ante la cámara puede llegar a provocar rechazo o directamente asco. Pues se apaga y a otra cosa. Recuerde que es ficción. Fantasía (no necesariamente la suya).
Que estamos en esto por diversión. Y porque nos gusta el cine y el sexo.

El Pueblo de Albacete, 8 de agosto de 2010

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