El primer lunes de abril de 1626, el pueblo de Meung, donde nació el autor de la Romanza de la Rosa, parecía hallarse tan en revolución como si los hugonotes lo hubieran convertido en una segunda Rochela. Muchos aldeanos, viendo huir a sus mujeres a lo largo de la calle Mayor, apresurábanse a endosarse la coraza, y apoyaban su continente en un mosquete o una partesana, dirigiéndose hacia la hostería principal, donde se apiñaba un grupo compacto, impaciente y lleno de curiosidad.
En aquel tiempo los sustos eran frecuentes, y pocos días pasaban sin que uno u otro registraran en sus archivos algún suceso de esta índole. Los señores guerreaban entre sí, el cardenal hacía la guerra al rey y a los señores, los españoles hacíanla a los señores, al cardenal y al rey. Además de estas guerras sordas o francas, secretas o públicas, había los ladrones, los mendigos, los hugonotes, los lobos y los lacayos, que hacían la guerra a todo el mundo. Los pueblos luchaban siempre contra los ladrones, contra los lobos y contra los lacayos; a menudo contra los señores y los hugonotes; algunas veces contra el rey; nunca contra el cardenal y los españoles. De tales costumbres resultó, que el primer lunes del mes de abril de 1626, como los aldeanos oían ruidos y no veían ni la bandera de España ni la librea del duque de Richelieu, se precipitaban del lado de la hostería.
Al llegar allí, todos pudieron comprender la causa del tumulto.
Un joven... -hagamos su retrato de una sola plumada-: imaginaos a don Quijote a los dieciocho años; don Quijote sin coraza, sin casco y sin escudo; don Quijote vestido con un capotillo de lana que había sido azul. Semblante enjuto y moreno: los pómulos salientes, señal de astucia; los músculos maxilares muy desarrollados, indicio infalible para reconocer a un gascón, aun sin birrete, y nuestro joven llevaba uno engalanado con una especie de pluma; los ojos francos e inteligentes, la nariz abultada, pero bien dibujada, demasiado alto para un adolescente y bastante pequeño para un hombre ya hecho, y que cualquiera hubiese tomado por el hijo de un labrador en viaje, a no ser por la larga espada que, sujeta a un tahalí de cuero, golpeaba las pantorrilas de su dueño cuando estaba de pie, y el pelo de su montura cuando iba a caballo.

Los Tres Mosqueteros. Guapisma la Turner.

A. Dumas. Los Tres Mosqueteros. "Cap. I. Tres regalos de M. D'Artagnan, padre". Editorial Ramón Sopena. Barcelona, 1964. (pag.11-12)